jueves, 15 de septiembre de 2016

El barrio donde vivo no es precisamente pintoresco. Por las noches el silencio de mi calle es interrumpido únicamente por el ruido de los carros, ocasionalmente alguna disputa por lo general marital-inducida por el alcohol- y casi siempre el viernes o sábado una fiesta o pretexto para poner la música muy fuerte y ponerlas a enfriar (lo cual me parece excelente, siempre siento una gran alegría al ver que la gente de mi pueblo celebra a la menor provocación, o sin provocación alguna).

Pese a que no hay un parque, café o sitio de reunión de los vecinos, con los años hemos ido entablando relaciones cordiales, nunca falta el "buenos días" y una sonrisa. Aunque yo, por mi manera tan peculiar de ser (una forma elegante de decir rara) no soy buena para entablar conversaciones a la ligera, desde mi tercer piso observo todas las mañanas como grandes amistades han nacido por la diaria convivencia.

Por las mañanas la calle cobra vida y he llegado a apreciar grandemente esta actividad. Niños llegando a la escuela, jardineros recortando, regando y embelleciendo la cuadra; las señoras barriendo la calle se detienen a platicar recargadas en la escoba; yo tomo café, y me alegro desde las alturas porque en medio de la decadencia esta este pedacito de paz y cordialidad, de una normalidad tan bella que merece ser contada.

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